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Amanecer

Este es el poema con el que gané el premio de poesía castellana Set Plomes 2006.

Amanecer

Amanece
sumergida en un arroyo de amargura,
entre los racimos oscuros de la arquitectura del odio,
bajo un cielo desolado que ha perdido las estrellas,
sobre la terca esperanza de los que aún no se han rendido a fenecer en la noche,
la ciudad despierta,
mientras sus cadáveres, que vuelven de una ausencia a otra,
aúllan al dolor sin nombre de la profunda cotidianidad en que la realidad se pierde;
y confunden el dolor y la náusea con la alegría;
y se cortan los cabellos que han crecido hasta la sierpe;
y se arrancan los ojos frente al espejo de la angustia;
y recuerdan el regusto agrio de la lengua mordida en el último ritual de la noche;
y maldicen los minutos dejados escapar, para después asistir con una sonrisa estúpida a la profunda aniquilación del mundo;
y suben al tren, o al coche, o a la nada;
y se arrojan al día por carreteras que han marcado la sangre y las bombas;
y sollozan,
porque un día más se reconocen igual de muertos.

Amanece,
el dragón de acero de la industria juguetea con los penes cortados de miles de hombres;
horribles jayanes se ciernen sobre los departamentos de gobierno;
furiosos tornados de añoranza consumen a los bebés que se dirigen a las escuelas;
en alguna esquina, el aire se ha cubierto de sentinas de humo y putrefacción;
en alguna esquina, arden los versos que la humanidad labró con sangre;
en alguna esquina, Bécquer está llorando, y no lo escucha nadie.

Amanece,
los metros se van llenando de muchedumbres inexistentes, de ejecutivos soturnos, y estudiantes perdidos;
de formidables ejecutivos enormes, y estudiantes que no comprenden las matrices, ni las guerras;
de vagabundos podridos, y putas sonámbulas que se retiran a ocultar su existencia bajo las sábanas de dinero y sangre;
de maestros de antigua barba, y dulces adolescentes enamorados;
de jóvenes bellísimas, y soñadores solitarios.
Los metros son un hormigueo gigantesco en las entrañas de la ciudad ignorante,
en ellos se soterra la esperanza de más de tres millones de almas;
las ilusiones de los niños pequeñísimos, y de las niñas, pequeñísimas también.

Amanece,
bajo su húmedo temblor, la locura inunda los pasillos,
lo llena todo,
lo recubre todo,
lo marchita todo.
La locura como única esperanza para los desdichados,
como un grito de las gentes informes:
del viejo abandonado por los rincones del olvido;
del que ha dejado su vida a 10.000 kilómetros;
de la mujer que oculta los golpes tras las gafas;
del enfermo que no llegará a la próxima madrugada;
del niño abandonado.

Amanece,
las avenidas también se yerguen manchadas de sangre;
son cruzadas por una marabunta impenitente,
                                                                                    impotente,
                                                                                                      imposible;
son cruzadas por abismos que no pueden cruzarse;
por llantos cósmicos que fecundan las parabólicas;
por estrellas sin nombre o fantasmas que nunca existieron;
por increíbles humanos que lo han perdido todo.

Amanece,
la ciudad despierta.
Un grito se está elevando desde el centro de la ciudad;
un grito que ha de destruir las cadenas
y limpiar las calles de sangre y vísceras.
Un grito que se alza sobre el estruendo de la Industria, las finanzas y la guerra.
El grito de una humanidad desdichada
que clama justicia,
que va a hacer justicia,
que será por fin justa.

Amanece;
no importa que en las comisarías, en los parlamentos y en los cuarteles aún no lo oigan;
no importa que aún sea leve y sutil;
no importa que aún le falten rostro y brazos.
No, no importa, pues hay un grito en el que se personifican todas las ilusiones de los metros, de las carreteras, y de los edificios;
hay un grito en el que está tu voz, y está la mía;
hay un grito,
                        lo estoy oyendo.


Raúl Alejandro López Nevado.

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